Dice Oliver Laxe y lo dice con el trofeo de metracrilato que encierra en su interior una diminuta y a la vez descomunal palma de plata, que siente que, de repente, ha subido «cuatro ligas». Como exprexión futbolística de triunfo se antoja pedestre, pero el momento no está para sutilezas. La emoción es grande. El que habla es gallego, pero nació en París en 1982 y no renuncia a un profundo lazo con la cultura de Marruecos. La escultura le acredita como uno de los triunfadores de la edición de Cannes que terminó el sábado. Es un premio ex aequo para su película Sirat y para la cinta alemana Sound of Falling, de Mascha Schilinski, concedida por Juliette Binoche al frente de un tribunal en el que figuraban, entre otros, la actriz Halle Berry y el director Carlos Reygadas. El director de completa así un ciclo prodigioso. En cuatro películas que componen su filmografía hasta ahora ha logrado el premio de la crítica en la Quincena de Realizadores por Todos vosotros sois capitanes (2010), el de la Semana de la Crítica por Mimosas (2016), el de Un Certain Regard por O que arde (2019) y ahora éste. El suyo es un cine para la exploración y el desconcierto, para la fiebre y el perdón, capaz de apropiarse del nervio y unanimidad que define al cine de género sin renunciar a una voz tan propia como, en sentido literal, explosiva. En la cinta un hombre busca a su hija entre las raves o fiestas ilegales perdidas en un desierto que no acaba. Es una búsqueda que también es el destino mismo. Radical. «He diseñado esta peli (sic) para llegar a ese público joven que no tiene referentes, que hace tiempo que no va al cine, que es probable que no entiendan mi peli». Pausa. «Ojalá que las imágenes hagan un efecto en ellos y les haga volver al cine ver otra peli de éstas. Me hace mucha ilusión, la verdad, llegar a esos públicos nuevos y que sea una relación sana». El que habla, lo quiera o no, acaba de inaugurar una época.
Ha comentado en varias ocasiones que esta es su película más política. ¿Podría desarrollar esa idea?Me equivoqué al decirlo así, porque ha causado mucho ruido. No me gusta hablar de cine y política, porque si el cine es poético, ya es político. Esta película, más allá de su mejor puesta en escena o narrativa, es sobre todo un gesto, responde a la idea de ir hasta el límite como autor. Es una obra arriesgada por todo lo que plantea, y ese gesto en sí es político. Busco una coherencia radical. Y uso «radical» en su sentido etimológico: conectar con la raíz de uno mismo asumiendo todas las consecuencias sin cálculo. Mi Waterloo aún no ha llegado -sigo aquí en Cannes-, pero llegará.Por seguir detrás de declaraciones anteriores suyas, hablaba también de que hay un deseo consciente de acercarse al género, de alejarse de las gramáticas más herméticas, y buscar directamente al espectador…Me fascina el género, incluso el cine de género americano, como fusión entre cultura popular y alta cultura. El género es, en efecto, una herramienta para guiar al espectador. Esta mezcla de Sirat de road movie, western y survival permite, como los propios relatos de caballerías, una aventura física y metafísica donde el héroe debe mirar hacia dentro. La película es un viaje exterior que invita a uno interior. Es un viaje físico con todo tipo de vicisitudes y a la vez es un viaje completamente imaginario.¿Puede ser más concreto en cuanto a las referencias utilizadas? Pienso en Centauros del desierto, de John Ford, por lo que tiene de búsqueda de una hija en manos de los indios (en este caso, los raveros) o en El salario del miedo, de H.G. Clouzot, por lo que tiene de atravesar el desierto con una carga explosiva en sentido literal y figurado.Y también Carga maldita, de William Friedkin, o Stalker, de Andrei Tarskovski. Pero todo tratado sin espectacularidad, con la sobriedad europea. También quisimos capturar ese fuego del cine americano de los 70, ese cine que reflejaba los miedos y sueños de una sociedad polarizada como la actual. Nuestro reto era que la película mirara hacia dentro, pero también hablara de este momento histórico que vivimos en este preciso instante.
Jafar Panahi, ganador de la Palma de Oro, posa con el resto de los triunfadores del Festival de Cannes.CLEMENS BILANEFE
Por seguir con el juego de los símiles, los raveros de Sirat recuerdan a piratas. Hay un pata de palo, un capitán Garfio… ¿De dónde surgió el convertir una rave en el centro del proyecto?Fue durante la preparación de Mimosas. Entonces, presencié una rave ilegal en El Palmeral. Reconecté con esa contracultura que conocí en mi adolescencia. Tuve una pareja que venía de esa comunidad y esta troupe representa mi «piratería», ya que hablamos de piratas. Siempre se anhela hackear el sistema desde dentro, aunque ahora mismo me vea en el centro mismo del sistema en Cannes. Imagino que desde aquí también se puede hackear algo. Es decir, todo surge de unir cosas que me gustan. Me gusta la música electrónica, me gusta el tecno y me embriaga El Corán. El Corán me sana. Tengo la impresión de que esta película tiene un pie en la tradición, en el clasicismo, y, por otro lado, su alma está conectada con el mundo contemporáneo.Todos los que salen en la película, salvo Sergi López, son auténticamente raveros…Hemos privilegiado la verdad sobre el hecho de que fueran actores innatos. Y eso es así porque su actitud frente a la vida me conmueve, me identifico con ellos. Ellos son en su mayoría gente que muestra su herida. Y eso me interesa porque todos los seres humanos estamos heridos, somos niños heridos en el fondo. El problema es que tenemos esos mecanismos de defensa que nos hacen ocultar esta herida. Tenemos una especie de constante relación con nuestro yo ideal que alimentamos todo el rato. En cambio, ellos, los raveros, exhiben sus heridas, exhiben su fragilidad, su vulnerabilidad. Son seres humanos que llegan al límite, se rinden y lo asumen. Y eso me conmueve, decía. Me gusta la gente frágil. Siempre repito esta frase de Rumi en todas mis películas: «Los corazones rotos son los más bellos porque a través de sus fracturas, de las fisuras, pasa la luz».¿Y cómo cuadra Sergi López en este ideario?Al principio no lo imaginé para el papel, pero su terrenalidad y bondad natural terminaron siendo perfectas. Tiene un talento innato. Personalmente, creo que es una bestia de la interpretación, pero de manera completamente intuitiva. Sergi no actúa, él sencillamente es. Además, su generosidad fue clave para guiar al resto del reparto no profesional.Hay un elemento en la película que es la fe, la fe en que el dolor puede tener un sentido. ¿Qué es para Oliver Laxe la fe?La fe, tal como la entiendo, es la capacidad que tiene el ser humano de aceptar la vida como es, de ver que en todas las tragedias, accidentes y obstáculos que la vida pone por delante hay una misericordia, un regalo. Desde este punto de vista, lo que les sucede a los personajes de esta película, siendo como es tremendo, sería incluso un regalo, una oportunidad para crecer, incluso ante el acontecimiento más atroz y que no tiene nombre. Sin contar en qué consiste la tragedia, lo que queda al final es que lo ocurrido tenía que pasar y lo ocurrido les hará crecer. La vida está llena de curvas y benditas curvas.Antes mencionaba Mimosas, la películas de las tuyas a la que más se parece Sirat. Uno de los argumentos de aquella era que, a veces, hay que abandonarse y someterse al camino…Sí, bendito camino. Bendito camino que te pone en tu lugar y que te guía. Estoy convencido que la vida es justa en su injusticia. El guion de la vida está muy bien escrito.Ya que hemos llegado a este punto, antes mencionó que El Corán le «embriaga». ¿Qué le atrae del Islam precisamente en un momento que es rechazado por parte de la sociedad de manera tan violenta?Ya, pero en el fondo, levantas un poco la alfombra y… En España somos hijos de tres culturas y veo que hay vasos comunicantes de forma clara entre nosotros y el Islam. Mi labor como cineasta es «religar», nunca separar, lo aparentemente separado. Cuando viví en Marruecos me di cuenta que hay una continuidad de valores entre lo que encontré allí y mi familia campesina gallega. Marruecos es un país vecino que me ha ayudado, me ha completado, y se lo agradezco.Imagino que es ahora cuando hablamos de la política que antes evitaba.Lo cierto es que estamos en un momento límite, un momento liminal. La gente lo siente porque hay un eco, un sabor a crepúsculo. Y por eso, las preguntas que se tiene que hacer el arte son distintas a las que se hace la política. Por mi parte, confieso que en mi trabajo hay un poco de vocación de servicio. He querido invitar al espectador a una suerte de rito de paso, que en una sociedad tan tanatofóbica, que teme tanto a la muerte, ya hemos abandonado. Nos empeñamos en escapar y huir de la muerte y no somos conscientes que las experiencias cerca de la muerte nos hacen crecer. Yo no tengo ninguna vocación sádica con la película, aunque sé que es una película dura. Pero no soy Haneke ni Lars Von Trier ni soy un cineasta de género al que le interese hacer terror. Pero sí me exijo a mí mismo y me pido tirarme al abismo.¿Por qué dice que nos relacionamos mal con la muerte?Porque hay miedo a la muerte. Y los propios artistas, los que no tendríamos que temerla, participamos en ese temor. Tenemos que obligarnos a cambiar esa relación, aunque, en verdad, la vida nos va a obligar a ello. Esa es mi esperanza. Mi esperanza es que, cuando la vida nos obligue a cambiar, lo hagamos con dignidad, como tantos que enfrentan abismos sacando lo mejor de sí. Estoy convencido de que el ser humano, a día de hoy, sigue expresando lo mejor de sí en situaciones límites.