Según el último Atlas de la Impunidad, una suerte de mapamundi del mal, España ocupa el puesto número 144 en el ranking de países de todo el mundo más indiferentes ante las injusticias o los abusos del poder. Estamos muy lejos de Afganistán, Myanmar o Yemen, el podio de la desvergüenza, pero algo peor que Finlandia, Dinamarca o Suecia, los países más civilizados de una tabla que analiza no sólo los gobiernos más irresponsables, sino también la violación de derechos humanos, la explotación económica o la degradación ambiental. Incluso la impunidad digital.
«En una frase, la impunidad es la idea de que la ley es para los tontos», resume este informe que puso en marcha el año pasado el ex ministro de Exteriores británico David Miliband y los centros de estudio Eurasia Group y Chicago Council on Global Affairs para calibrar el ejercicio del poder sin rendición de cuentas, la comisión de crímenes sin castigo o, directamente, el alarde de la infamia sin miedo alguno a las consecuencias. Para medir, en definitiva, cuánto nos la sopla hoy que siempre ganen los malos.
Las conclusiones, advertimos, no son demasiado alentadoras.
«El nivel de impunidad en el mundo es políticamente indefendible y moralmente intolerable», alertaba hace sólo unos días el secretario general de la ONU, António Guterres, durante su discurso en la sesión plenaria de la Asamblea General de las Naciones Unidas. «Hoy en día, un número cada vez mayor de gobiernos y otros actores se creen en posesión de una carta que les da derecho a salir gratis de la cárcel. Pueden pisotear el derecho internacional. Pueden violar la Carta de las Naciones Unidas. Pueden hacer la vista gorda ante las convenciones internacionales de derechos humanos o las decisiones de tribunales internacionales. Pueden burlarse del derecho internacional humanitario. Pueden invadir otro país, devastar sociedades enteras o ignorar por completo el bienestar de su propio pueblo. Y no pasará nada…».
Guterres enumeró los casos más graves, desde Sudán al Líbano, de un fenómeno que no ha dejado de aumentar en los últimos años, sin que pase nada… Y que ha calado mucho más allá de la geopolítica.
Miliband vaticinó hace un par de años la llegada de una renovada «era de la impunidad». Víctor J. Vázquez, profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Sevilla, prefiere hablar ahora de un repentino «culto a la amoralidad». Y el escritor y humorista gráfico Mauro Entrialgo ha acuñado un nuevo término para estos tiempos irremediablemente mezquinos.
Bienvenidos a los tiempos del «malismo».
«El malismo es el mecanismo propagandístico que consiste en la ostentación pública de acciones o deseos tradicionalmente reprobables con la finalidad de conseguir un beneficio social, electoral o comercial», explica Entrialgo, autor de Malismo. La ostentación del mal como propaganda (Capitán Swing), un ensayo que radiografía con humor y altas dosis de mala leche cómo lo malote, lo granuja, lo intencionadamente perverso ha dejado de ser solo un mecanismo ingenioso para vender videojuegos o discos de rock para convertirse en una «eficiente fórmula publicitaria que ya no se dirige contra los poderosos, sino que es una herramienta de estos».
Ser (o al menos parecer) malo se ha convertido en tendencia. «Podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos», presumía Donald Trump a principios de 2016. No le faltaba razón: el imprudente magnate del tupé rubio no tiroteó a nadie -que sepamos- pero 10 meses después se convirtió en presidente de Estados Unidos.
Desde entonces hemos visto a políticos hacer del insulto un eslogan electoral: de presidentas que presumen de «comer fruta» a ministros que llaman «saco de mierda» al primero que les cuestiona. Seudoperiodistas del escarnio. Influencers que se hacen millonarios insultando a gordos, panzas y mileuristas. Youtubers que se vanaglorian de no pagar impuestos desde su silla de gamer en Andorra. Bares, restaurantes y negocios canallitas en cada esquina de tu barrio. O poderosos empresarios convertidos en supervillanos de tebeo.
Quizás el modelo más claro de los nuevos tiempos lo encontramos en lo más alto de la lista Forbes. Bill Gates fue la persona más rica del mundo durante 18 de los 23 años en el período que va desde 1995 a 2017. La letra pequeña de su poder siempre se cuestionó, pero el cofundador de Microsoft se preocupó de cuidar su imagen destinando la mayor parte de su fortuna a proyectos filantrópicos y planes contra la malaria o a favor de la educación y la alimentación infantil. Bill Gates quería, al menos, parecer buena persona.
Tres décadas después del inicio de su reinado, el hombre más rico del mundo es hoy Elon Musk. «Payaso, genio, visionario, empresario, showman y canalla», le retrató la revista Time cuando le nombró persona del año en 2021. «Un alocado híbrido de Thomas Edison, PT Barnum, Andrew Carnegie y el Doctor Manhattan de Watchmen».
Sus intenciones -como las de Bill Gates- siempre han sido cuestionadas, pero él, lejos de honrosos maquillajes, prefirió defenderse rebozándose en todos los fangos. En sus empresas, en internet y hasta en el espacio exterior. «No soy malo», se defendió Musk una noche en el programa de televisión Saturday Night Live. «Simplemente soy un incomprendido».
Polémicas familiares, ofensas a políticos, denuncias por acoso, crisis geopolíticas, tensiones hasta con la ONU, violaciones de leyes laborales, incontinencia en las redes sociales y una calculada imagen de golfo sin escrúpulos han convertido al bueno de Elon en el último emperador del malismo.
«Elon Musk es el máximo exponente de una sociedad que quiere desatarse de cualquier condicionamiento moral»
«Es un personaje muy nietzscheano, con una estrategia empresarial que pasa por no someterse a ninguna moral u ordenamiento jurídico y con un imperio tan supranacional que puede provocar, actuar sin escrúpulos y no cumplir las normas y además regocijarse en ello», analiza Víctor J. Vázquez. «Él sabe que su comportamiento le resulta rentable en términos de popularidad. Elon Musk es el máximo exponente de una sociedad que quiere desatarse de cualquier condicionamiento moral».
La batalla legal del último mes de la red social X en Brasil es un buen ejemplo de las maneras malistas de Musk. Su plataforma fue suspendida en el país acusada de contribuir a la difusión de noticias falsas y delitos de odio en la red. El empresario no sólo se negó a eliminar los perfiles investigados, también cerró la oficina de su empresa en Brasil, retiró a los representantes legales de la empresa y rechazó durante varias semanas pagar las multas impuestas.
«Lo terrible es que los jóvenes de hoy en día quieren ser millonarios no para intentar aportar algo a la sociedad como Bill Gates, sino para ser tan chulos como Elon Musk», explica Entriago.
En plena ciberbatalla entre el propio Musk y Mark Zuckerberg por la competencia entre Twitter y Threads, la aplicación de texto de Instagram, el primero retó al fundador de Facebook a «un concurso de medirse los penes». Lo hizo formalmente compartiendo el emoji de una regla desde su red social. Antes Musk había retado a Zuckerberg a liarse a puñetazos dentro de una jaula y éste le respondió pidiéndole ubicación para la pelea.
Adiós a la imagen simpática y cordial de los primeros años de Silicon Valley. Hace sólo unos días, Zuckerberg, agobiado en sus tiempos por ser el nuevo y bondadoso Bill Gates, aseguró que el tiempo de pedir perdón por sus errores se había acabado.
Parece evidente que el impacto de esas redes sociales en las que Musk y Zuck no han tenido rival ha sido fundamental en el origen del fenómeno malista y, sobre todo, en su éxito. «El ecosistema digital ha ayudado a expandir este culto a la amoralidad y la reivindicación de lo que hoy se vende como políticamente incorrecto o como una apología de la libertad llevada al extremo», apunta Vázquez. «Todo el mundo se siente libre hoy de no cumplir las normas o de decir cualquier barbaridad y en las redes todo se legitima porque las cámaras de eco y las burbujas ya no generan factores de corrección. Antes decías una animalada y o no se propagaba o alguien te la corregía en privado; ahora las redes te confirman esa animalada y la amplifican, te recompensan».
«En estos tiempos de tanta emotividad, identidad y sentimentalismo es fácil dibujar quién es el bueno y quién es el malo, cada bando tiene los suyos», explica Francisco Collado, profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga y autor hace unos años de un artículo académico en el que se preguntaba por qué tantos políticos apelan ahora al discurso del odio, una radiografía de esta estrategia del ellos contra el nosotros que ha logrado movilizar política y psicológicamente a personas que de otra forma difícilmente serían movilizadas.
«La actual política dicotómica y dualista, de bandos, permite fijar enemigos, el bueno siempre es el tuyo y contra los otros vale cualquier cosa porque la explotación del desprecio hoy da votos», asegura. «El discurso político es más violento que nunca y eso se ha expandido a través de las redes sociales hasta el punto de conseguir que ciertas actitudes que hace 10 o 15 años estaban prescritas hayan dejado de ser tabú».
«El bueno siempre es el tuyo y contra los otros vale cualquier cosa porque la explotación del desprecio hoy da votos»
La irrupción de personajes tan tóxicos como Alvise Pérez y el auge de la llamada postpolítica, es decir aquella en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de las decisiones públicas que los pensamientos y creencias basados en los prejuicios, las obsesiones o las falsedades, ha llevado la fórmula del mal hasta el esperpento. «Es el triunfo del inframundo», subraya Víctor J. Vázquez. «La ostentación de la delincuencia como forma política con la convicción de que no tendrá repercusión».
Recuerden eso que decía Miliband recorriendo su particular Atlas de la impunidad: la idea que ha triunfado es que la ley es sólo para los tontos.
«Los comportamientos más reprobables que vemos hoy en día antes eran anónimos. Podías presumir en tu casa de no pagar impuestos o reírte en el bar de que Israel bombardeara Gaza y matara a mil niños. Ahora esos comentarios no sólo no son anónimos, sino que están tan aceptados en las redes que hay quien se atreve a decirlo con su nombre y apellidos», censura Mauro Entrialgo. «Sólo unos días después de una matanza en Gaza, en la que hay niños decapitados y gente que ha sido quemada vida, Santiago Abascal se fue a hacerse una foto con Netanyahu y Madrid anunció un premio al pueblo de Israel. Es malismo puro, un comportamiento provocador propio de los trolls de las redes sociales. Lo peligroso es que en este escenario siempre habrá alguien capaz de decir más barbaridades que tú».
En su libro aparece Ayuso unas 30 veces, seguida muy de cerca por Abascal y Feijóo. ¿No son suficientemente malignos en la izquierda personajes como Óscar Puente o Pablo Iglesias? ¿O es que el ‘malismo’ sólo da votos a la derecha?El fenómeno funciona menos en la izquierda, sí. Igual que hay algunos que se hacen los malos y no lo son realmente, también hay quien se hace el bueno y no lo es. En la izquierda siempre ha habido una cierta sensación de superioridad moral y la gente, aunque tenga pensamientos negativos, no los manifiesta tanto públicamente porque no se recibe como moralmente correcto.Muchas de las posturas a favor de la igualdad, la justicia social, la lucha contra la pobreza o el cambio climático se desacreditan hoy tildándolas como «buenistas».Te puedes meter con la forma de implantar determinadas medidas o con que sean una disculpa para colar determinadas políticas, pero si vamos objetivo por objetivo, las únicas personas que pueden oponerse de verdad a lo que plantea, por ejemplo, la Agenda 2030 son malas personas. Más allá de la ultraderecha conspiranoica, ¿quién puede presumir de estar en contra del fin de la pobreza, el hambre cero, la educación de calidad o la igualdad de género?¿Nos estamos acostumbrando al ‘malismo’?Sí, nos estamos acostumbrando y el problema es que vamos hacia una impunidad absoluta. Todavía hay cierto castigo social ante estos comportamientos, pero cada vez es menor. Hay burradas que hace 10 o 12 años nos parecieron gravísimas que hoy pasarían desapercibidas en cualquier tertulia o que incluso tendrían su recompensa social. Ser malote hoy es más cool.Cuenta Entrialgo que lleva años anotando en una libreta sucesos, polémicas, personajes y declaraciones malistas. Hace sólo unos días anotó el desembarco en Madrid de una especie de Club de la Lucha para organizar veladas de hostiazos clandestinos. «¿En qué momento alguien pensó que esto era algo guay y positivo?», se pregunta. Desde que el libro llegó a imprenta, admite que podría haber añadido unas cuantas páginas más. Sólo hay que dar un paseo por cualquier ciudad de España. La moda de denominar productos o establecimientos comerciales con nombres que celebran el mal es omnipresente. Repasemos el capítulo dos de Malismo: el club Opium, la discoteca Bandido, el Clandestino, el restaurante El Burro Canalla, la coctelería Canalla, The Canalla Club, la Taberna Kanalla también, la cervecería Los Más Canallas de Malasaña, el Canalla Lounge, el Templo Canalla Malinche… El vermut Bandarra, el vino La Vanidosa, la sidra La Prohibida, la librería Tipos Infames, el Hotel Bastardo… La Descarriada, La Malcriada, El Perro Gamberro, La Indigna…
«En general las marcas necesitan ser percibidas como diferentes y relevantes. Y en el contexto de la última década en el que todas las grandes marcas han querido comunicar un propósito mayor que su producto, tener un poco de mala leche es diferencial», explica Adrián Mediavilla, co fundador de la consultora de marca (Granpaso) Strategy Company. «Además, en la era audiovisual el tono de voz es fundamental para diferenciar marca, y tener un tono propio aunque sea políticamente incorrecto ayuda. Siempre es mejor posicionarse que pretender gustar a todos».
Mediavilla cita un ejemplo. Hace cinco años la marca de agua enlatada Liquid Death lanzó una campaña anunciando que el agua era «la sustancia más mortífera del planeta». Tal cual. «Cada año el agua es responsable de miles y miles de muertes, las bebidas energéticas sólo matan a uno o dos niños», ironizaba en su spot. Hace unos meses, la compañía presentó una tabla de snowboard con forma de ataúd y otro eslogan: «Si montas en la tabla de snowboard Liquid Death, morirás».
Lo malo vende. Lo malo es más auténtico. Lo malo es chachi.
«Quizás es que la sociedad se ha infantilizado mucho porque esto siempre funcionó en entornos adolescentes», reflexiona el autor de Malismo. «En el colegio el que sacaba buenas notas era un subnormal, el empollón, y el que repetía, sacaba malas notas o robaba algo era el más admirado. Entonces era algo excepcional, lo que acojona es que ahora es lo mainstream y nos venden los abusos del poder como si fuera el nuevo punk».
Políticos, empresarios multimillonarios, grandes compañías, magnates, celebrities de las redes sociales, comunicadores, campañas de publicidad, estrellas de la tele… «No es que nos haya robado el punk la izquierda o la derecha, es que nos lo han robado los de arriba», se queja Entrialgo. «El desacato nunca puede venir desde arriba. Que un trabajador se mee en el despacho del jefe, sí es irreverente. Pero si es el jefe quien se mea en los trabajadores, ese jefe no es punk, es un hijo de puta. El juez de un programa de televisión que insulta a un concursante no es punk. Punk sería que el concursante insultara al director de la cadena».
-Y si siguen ganando los malos, ¿cómo acaba la película?
-La idea de sacar el libro y de poner nombre a este fenómeno es un primer paso: conocer el nombre de las cosas siempre es fundamental para enfrentarnos a ello. Porque mientras pensamos que no pasa nada, el mundo se chulea de ser cada vez más malo.
Malismo: La ostentación del mal como propaganda
Mauro Entrialgo
Capitán Swing. 160 páginas. 18,50 euros. Puede comprarlo aquí



