En los últimos días, la ciudad de Los Ángeles ha sido el epicentro de un choque tectónico. De un lado, la Administración Trump. Del otro, no sólo grupos de manifestantes que se enfrentaron a las redadas del ICE, el Servicio de Control de Inmigración y Aduanas, sino las autoridades estatales, con el gobernador DemócrataGavin Newsom a la cabeza.
El detonante han sido las operaciones para capturar y deportar a miles de personas, con focos en barrios que tienen una población latina del 70 o el 80%, pero en realidad, todo empezó mucho antes. No el 20 de enero, cuando Trump volvió a la Casa Blanca y comenzó a firmar órdenes ejecutivas. Ni siquiera el 5 de noviembre, cuando ganó las elecciones y avisó de sus planes, o durante la larga campaña electoral, que tuvo la «Invasión de ilegales» como tema principal. Todo se remonta a su primer mandato, cuando Trump movilizó a la Guardia Nacional para que soldados ayudaran a controlar en Washington DC las protestas tras la muerte de George Floyd. Y cuando se quedó con las ganas de usar todo el poderío del Ejército.
El ex secretario de Defensa Mark Esper ha contado en muchas entrevistas mientras promocionaba su libro de memorias que durante una reunión en la Casa Blanca en 2020 para hablar de las protestas en un parque de Washington muy cercano a la Casa Blanca Trump se dirigió al jefe del Estado Mayor Conjunto, Mark Milley, y le preguntó: «¿No pueden simplemente dispararles, en las piernas o algo así?».
A finales de 2023, mientras peleaba las primarias de su partido, el entonces ex presidente dijo en un mitin de Iowa que ciudades como Los Ángeles, Nueva York y Chicago como «madrigueras de delincuencia» y que si bien en el pasado le habían parado los pies, eso no volvería a ocurrir: «La próxima vez, no voy a esperar. Una de las cosas que hice fue dejarlos dirigir para demostrar lo mal que lo hacen. Esta vez no tenemos que esperar más», dijo a su público. «Ya he estado en esta situación antes y seguí todas las reglas esperando a que los gobernadores me pidieran que enviara a la Guardia Nacional, pero no lo hacían. En Minneapolis, la ciudad estuvo en llamas durante siete días», ha insistido este martes desde el Despacho Oval.
Lo que está ocurriendo es la oportunidad que la Casa Blanca lleva años no esperando, si no preparando. Hay al menos una decena de razones que la explican, contextualizan y dan contexto. Es la oportunidad soñada, con un choque abierto con una cobertura informativa masiva, en tiempo real, contra un Estado que es masiva e históricamente demócrata y por el elemento central de su discurso político para volver al poder: la inmigración, las deportaciones y la «izquierda violenta».
Según sus críticos, el presidente está declarando emergencias falsas para expandir así sus poderes, socavar la Constitución y destruir las libertades civiles. Si todo es una emergencia, desde la economía al fentanilo, de los aranceles a la educación, todo es extraordinario y requiere medidas extraordinarias. Si todo es excepcional, acaba desembocando en un estado de excepción. «El presidente Trump está usando legítimamente su autoridad ejecutiva —como lo demuestran sus numerosas victorias en los tribunales— para brindar resolución y alivio al pueblo estadounidense», afirma la Casa Blanca.
Durante su primer mandato, Trump consideró en varias ocasiones la posibilidad de desplegar tropas en territorio nacional, un enorme tabú. Bien para reprimir las protestas o para controlar la delincuencia. Sus asesores en aquel momento, especialmente el secretario de Defensa Esper, lograron disuadirle. Pero hoy su equipo está formado por fieles incondicionales y por eso además de 4.000 miembros de la Guardia Nacional, un híbrido formado en gran medida por reservistas, ha activado a un pelotón entero Marines, 700 soldados, algo que las autoridades estatales han recurrido ante los tribunales calificándolo de «abuso de poder».
Pero hay mucho más. Nada satisface más al votante republicano, y en concreto al trumpista, que una gresca intentando deportar a personas, incluso si el propio zar fronterizo, Tom Homan, reconoce que un porcentaje altísimo de los detenidos no tienen ningún tipo de antecedente penal. Si además hay protestas, disturbios, manifestantes enmascarados (que despiertan el gran fantasma de los antifas, el resorte que activa todos los prejuicios y temores del mundo conservador) y saqueos, el cóctel es casi perfecto.
Todo ello ocurre, y no por casualidad, en una ciudad como Los Ángeles, «ciudad santuario» en materia migratoria, es decir, en la que las autoridades no cooperan con los esfuerzos federales para deportaciones. Y en la que todos los grandes disturbios desde el caso Rodney King empiezan o terminan con un componente racional. George H.W. Bush fue el último presidente que utilizó la Ley de Insurrección precisamente como respuesta a los disturbios allí en 1992 después de la absolución de los policías blancos que golpearon salvajemente a King en un incidente que fue grabado en vídeo.
California, el símbolo del mal
California simboliza en el imaginario republicano todo lo que está mal, la decadencia, la perversión. Un Estado mayoritariamente ‘azul’, demócrata y que no exige el DNI para votar, por lo que, aseguran, hay fraude masivo en las elecciones para que pierdan los conservadores. Con un gobernador, Gavin Newsom, que está en todas las quinielas como posible candidato presidencial para el Partido Demócrata en 2028. Con la posibilidad, añadida, de que Kamala Harris se posicione además como su posible sucesora, ya que Newsom ha agotado sus mandatos. Y esto mientras Washington buscaba formas, y pretextos, para recortar los fondos federales al Estado.
Pero las razones, motivos y excusas no terminan ahí. El momento es perfecto para un choque de estas características. Permite a la administración recuperar algo de oxígeno y desviar la atención después del brutal enfrentamiento público entre el presidente y el hombre más rico del mundo, Elon Musk, con la mención brutal a los papeles del financiero pedófilo Jeffrey Epstein. De los problemas económicos. O del enquistamiento en los tribunales de todas las grandes medidas del Ejecutivo, desde los aranceles a los despidos de funcionarios.
Y además, es una crisis que se desarrolla no en términos técnicos, jurídicos, y casi siquiera políticos, sino emocionales, simbólicos, muy visuales. Es una crisis que permite lenguaje épico, inflamado. «Arresten a los enmascarados ahora mismo», «pinta muy mal en LA, lleven las tropas», «son insurrectos a sueldo», «antaño una gran ciudad, Los Ángeles ha sido invadida y ocupada por inmigrantes indocumentados y criminales. Ahora, turbas violentas e insurrectas acosan y atacan a nuestros agentes federales», ha escrito Trump en sus redes sociales estos días. «Es una lucha para salvar a la civilización», ha dicho uno de sus asesores principales para estos temas, Stephen Miller. «Parece un lugar del tercer mundo», ha dicho la fiscal general Pm Bondi. Una retórica en la que el presidente es imbatible.
Para completar la tormenta perfecta, dos elementos cruciales. El primero, el sometimiento. A Trump no le bastan las victorias, quiere que sean absolutas, destrozar a sus rivales. Obligarlos a hincar la rodilla, ya sean bufetes de abogados, pequeños estados, universidades o empresas. Y ahora va a por el Estado más grande, el más poblado, el más rico, el más demócrata. Si tumba al más fuerte, como en el caso de Harvard, los demás es posible que se retiren de cualquier lucha potencial.
El segundo factor es la teoría del poder ejecutivo unitario. Trump y sus partidarios siguen una doctrina política y jurídica que sostiene que los Padres Fundadores dieron al presidente poderes casi equivalentes a los de un emperador, y que ni el legislativo ni el judicial pueden o deben entrometerse demasiado. Su célebre tuit «El que salva su Patria no viola ninguna Ley» resume bien la cosmovisión.
La Casa Blanca, que está tomando todas las decisiones a través de órdenes ejecutivas y no intentando usar la mayoría Republicana en las dos cámaras del Congreso, hace ahora lo mismo, invocando los poderes de los framers de la Constitución a través de algunas de las leyes que ellos crearon. Por eso usó una de 1798 (sólo usada antes en 1812 y las dos Guerras Mundiales) sobre la amenaza de invasión extranjera para justificar las expulsiones de mexicanos o venezolanos, sosteniendo que las maras y pandillas eran casi equivalentes a los ejércitos europeos del siglo XVIII. Y por eso ahora también amenaza con la ley de insurrección de 1807, que permite el uso de tropas federales en territorio nacional para sofocar una rebelión.
Cuando se le preguntó este martes si invocaría la ley de insurrección, el presidente Trump fue claro. «Si hay una insurrección, sin duda la invocaría. Ya veremos. Pero les puedo decir que anoche fue terrible. La noche anterior fue terrible, hubo zonas de Los Ángeles que podrían haber sido consideradas una insurrección. Fue terrible».
El último presidente que envió a la Guardia Nacional sin una solicitud del gobernador del Estado fue Lyndon B. Johnson en 1965 para proteger a los manifestantes por los derechos civiles en Alabama, siguiendo el ejemplo de Eisenhower o Kennedy, que la movilizaron para que estudiantes negros pudieran entrar en los colegios y la Universidad, bloqueadas por racistas. Los mismos ministros y asesores del presidente que justifican y aplauden la decisión son los que decían que si Biden hacía algo parecido sería una intromisión inaceptable y un ataque sin equivalente contra los derechos de los Estados.
