¿Cuándo dejarán de gustarnos los genios torturados? ¿Regresará Occidente a la mayoría de edad que perdió victimizándose, enamorándose de sus propias ruinas? ¿Archivaremos de una vez el mito del romanticismo, con sus egos problemáticos y sus psiques atormentadas, para redescubrir el arte espléndido que nace de la serenidad clásica? Ni la lista de novelas más vendidas ni la apuesta programática de TVE permiten abrigar grandes esperanzas, pero no será porque el Museo del Prado no lo esté intentando. De hecho, la muestra de Veronese que acaba de inaugurar puede interpretarse como un ejercicio de subversión cultural; precisamente porque no hubo pintor más disciplinado, exitoso y seguro de sí mismo en el Renacimiento italiano.
Se llamaba Paolo Caliari, apodado Veronese por la ciudad en que nació y se formó. Tenía 23 años cuando se presentó en Venecia, donde reinaba Tiziano en pugna cainita con Tintoretto. Pero Paolo era demasiado listo como para elegir bando, así que tomó lo mejor de cada maestro sin perder jamás aquella sprezzatura (gracia carente de afectación) que distinguía a Rafael y que Castiglione prescribía para el perfecto caballero. Veronese cobró en vida los réditos de su buen carácter y su precoz maestría triunfando entre las élites de todas las cortes de su tiempo, pero sacrificaba sin saberlo el favor espontáneo de la posteridad. Y no porque le hayan faltado admiradores en la historia del arte -de Rubens a Delacroix pasando por Velázquez- sino porque el pueblo tiende a pasar de largo ante sus lienzos monumentales, acaso deteniéndose unos segundos con una mueca de obtusa indiferencia, antes de apresurarse hacia el selfi obligatorio con la Gioconda o el excitante claroscuro de Caravaggio. ¿Demasiado perfecto? El arte del Veronés pivota sobre la elegancia formal, el rigor compositivo y la brillantez cromática. Un artista noble en todos los sentidos; lástima para él que la nobleza de espíritu haya pasado de moda en época de fontaneras de partido y petardos de telebasura.
Nuestro pintor adquiere pronto el dominio veneciano del color sin descuidar el diseño ambicioso de la escenografía. Por la ciudad corre el rumor de que anda activo una síntesis de Tiziano, Miguel Ángel y Rafael. Paolo asimila sin esfuerzo las lecciones de predecesores y contemporáneos, pero no experimenta esa infección romántica que Harold Bloom llamaba ansiedad de la influencia: en todo lo que hace pone una nota original de su carácter, una facilidad para lo grandioso que seduce de inmediato. Para colmo es rápido y prolífico. Lo tiene todo para triunfar, y triunfa a lo grande en una sociedad que empieza a convivir con las versiones menos ideales de ella misma. La Serenísima ha entrado en decadencia, el turco abrevia su imperio marítimo y el sistema republicano que envidió toda Europa se debate entre la endogamia y el agotamiento. Justo por eso los venecianos necesitan un pintor que no los retrate como son sino como les gustaría pensar que siguen siendo o que llegaron a ser: sofisticados, cultos, epicúreos ma non troppo. Inmortalizados en el preciso instante de su gloria. Veronese lo sabe; por eso cuando pinta una tragedia como Venus y Adonis enfatiza el placer que apuran los amantes y no el peligro inminente del jabalí, del que solo se aprecia su ausencia.
No se ha resistido Miguel Falomir a enfrentar La disputa con los doctores en el Templo o La cena en casa de Simón de Veronese con El Lavatorio de Tintoretto, que devora sin remedio cualquier cosa que cuelgues de las paredes de la misma sala. Pero tiene sentido contrastar la elección compositiva de Veronese, que ofrece la acción en primer término, con el uso efectista del punto de fuga que emplea Tintoretto para sumergirnos en la escena, partiendo del ángulo derecho. Donde Veronese invita a una contemplación majestuosa, Tintoretto crea una atmósfera agitada que nos arrastra y conmueve.
Al final de su vida Paolo se vuelve más barroco. Los banquetes suntuarios ceden a la inquietud espiritual. Son los años de Trento, de la peste, del Cristo muerto sostenido por dos ángeles, de la vista oral ante el Santo Oficio por una última cena demasiado profana. Nuestro hombre salió del trance con su inteligencia habitual: antes que corregir una sola pincelada le puso otro nombre al cuadro.